Así no importe

Así no importe me he decidido a publicar escritos… algunos de hace 4 años y otros de hace 2 segundos.

Así no importe porque no hacen diferencia en nadie, así como cuando te arreglas para él/ella, ésa/e que no te ve, estáns ahí así no importe, a la vista de todos así nadie los te mire.


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21 jul 2010

Caballo de Ajedrez


Y caminaba yo confiado, el día no podía ser peor. Besaba ya la fría boca de la botella y respondíame ella con el amargo sabor del alcohol pero, al menos, respondía.

 Se difuminaba la calle nocturna a mi alrededor, pero poco importaba ya ¿Qué importancia tendría el ardor de las luces en las calles, las caras de los desconocidos, el aura de la noche o siquiera la luna que se escondía ruborizada de su desnudez tras las oscuras nubes? Y es que ¿no era el mundo un conjunto de cosas abstractas sin sentido alguno? Y seguro estaba de aquello porque cada quién pensaba e interpretaba diferente cada aspecto de la vida ¿no significaría esto que, en realidad, no poseen más significado que el que cada quien le otorga? Y ¿quién era uno con semejante poder para decidir? En sentido absoluto, nada significaba nada, todo era (en su puro estado objetivo) nimio, nulo e inexistente. Nada es nada sin lo otro que le da sentido. Y, sin embargo, ella era todo; así supiera yo que objetivamente era nada, en mi débil percepción humana, mundana, ella era todo: belleza, pureza, felicidad. Y me preguntaba cómo era esto último posible sintiéndome yo tan miserable, qué sentido tenía el sin sentido de que mi felicidad fuera desdicha, de que la fuente de toda belleza me hubiera sumido en aquella tremebunda soledad. ¿Era ella como el hielo entonces, que de tanto dar frío quema? ¿Era ella tan suave que dolía? ¿Tan perfecta que era el nido de cada imperfección? Me respondí que sí.

Y todo empezó por mi mala costumbre de jugar ajedrez en el parque. Tropezó y no me dio tiempo de prevenirme de su belleza, de adaptar mis ojos a su brillo, tumbó todo mi juego, toda mi estrategia. Torpe como soy la ayudé. Mi oponente despotricó y se alejó molesto, ella se sentó. Y mientras yo me reprochaba el haber tenido un concepto tan bajo de belleza, de ser tan ciego ante lo ordinario y profano de todo cuanto había visto y tener el descaro de considerarlo hermoso, mientras pensaba que no se sabe qué tan oscuro está hasta que se ve la luz (y que ella era luz) Ella me hablaba del juego, de que de todos los trebejos su favorito era el caballo “es el único que puede amenazar a la Reina sin estar bajo su ataque, casi siempre lo sacrifico al final, pero por un bien mayor, el bien del rey, inútil en toda función, excepto en que ha sabido hacerse el centro del juego, cuando logras eso, no necesitas saber hacer más.”

Terminó pasando a contarme de la desdicha que vivía con su madre, con su padre, italianos estrictos, de tratos injustos y obligaciones que no iban con los designios de su corazón, al cual no veía capaz de traicionar sometiéndose a la mordaza de la resignación. Comprendí que ayudarla era mi deber, o más allá, mi destino, el significado que tenía todo haciendo de lo demás nada, incluso de mí mismo. No existiría nadie más entregado a una causa que yo a la de ella, tenía todo sentido. Yo tampoco traicionaría a mi desbocado corazón que, en ese momento, no tenía más designios que los de ella.

Me vi entonces vendiendo mi carro, tomando horas extras en el trabajo. Pues si algo había sido toda mi vida era un rebelde, algo anarquista a la mente y devoto fiel al corazón. Su familia era el dragón y ella mi princesa, pero en el siglo XXI no hay más espada que el dinero; inútil si su empuñadura no es dominada por las manos de objetivos loables. Y no había nada más loable que ella.

Me aparecí entonces, sin invitación ni conocimiento, sin espera y sin concierto; en su casa, ante la indignación de la madre y la cólera del padre. Llegué espantando sus palabras con mi voz, ahogando su furia con mi determinación, y llevándome a su hija sin escuchar razón.

Me aseguré de desaparecerme, de que no nos encontrasen. De huir y de hacerla feliz, pero ignorante yo, ciego mi amor que no vi que ya hacía tiempo que estaba feliz ¿cómo no serlo si hace tiempo que se solazaba con mi decisión?

No teníamos más, siquiera, de una semana en el nuevo aposento cuando llegué, cansado, esperando su luz y no vi sino oscuridad (la bombilla no prendía). La llamé extrañado y nadie sino el silencio me respondió, lo descubrí después, escondido detrás de la soledad que me engullía desde quién sabe cuántas horas. Ella se fue, con todo, hasta las bombillas, aún no sé si por burla o para evitar que me diera cuenta de inmediato. Atinando como siempre, la desolación me entró como la peste cuando logré ver el desierto que me rodeaba. Lloré desesperado sin entender, pero mientras el amor se transformaba en dolor lo entendí: ella había hecho aquel día en el parque un pequeño preámbulo de lo que planeaba hacerle a mi vida, una representación en mi cara: me tumbó el tablero, volteó mi vida, tiró mis piezas, las tomó ella y me convirtió en su caballo de ajedrez, aquel con más posibilidad de ataque a la reina contraria, aquel que se puso al servicio de quien fue inútil, aquel que se sacrificó; y quien, finalmente, fue sacado de la partida.

Ahora heme a mí en la calle, filosofando sobre la inexistencia de lo que me rodea. Aun sabiendo todo lo que me había hecho no podía besar a más nadie que a una botella. Ella me seguía sorprendiendo, impecable hasta en la traición, desde el comienzo. Perfecta: ella fue mi reina y mi rey.

Recordé entonces sus palabras al terminar nuestra primera partida aquel día en el parque: “Sempre vinco io, cavallo”

Y lamenté haber sido tan sordo. 

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